La Tierra se recalienta... las potencias industriales nada hacen
Por Paul R. Epstein
Director asociado del Centro para la Salud y el Medio Ambiente Global
Escuela de Medicina de Harvard
Pocos científicos dudan de que la atmósfera terrestre se está recalentando, a una velocidad creciente. Las consecuencias podrían ser cada vez más destructivas.
Se calentarán los océanos, la fusión de los glaciares elevará el nivel del mar, sus aguas saladas inundarán las tierras bajas ribereñas y alterarán las regiones aptas para el cultivo. Pero hay otros, menos conocidos e igualmente inquietantes, que afectan gravemente nuestra salud. Ya tenemos encima a muchos de ellos.
El más directo (ateniéndonos siempre a las proyecciones) será duplicar, para 2020, el número de muertes relacionadas con las olas de calor. Un calor prolongado puede aumentar el smog y la dispersión de alérgenos, y provocar la aparición de síntomas respiratorios.
El recalentamiento global incrementa la frecuencia e intensidad de las inundaciones y las sequías. Además de matar por asfixia y hambruna, estos desastres coadyuvan a la escasez de alimentos y la desnutrición al dañar los cultivos y hacerlos vulnerables a las infecciones, las pestes y la maleza. Desplazan poblaciones enteras, con los consiguientes apiñamientos humanos y aparición de enfermedades asociadas a ellos, como la tuberculosis.
Los países en desarrollo son los más vulnerables a estas y otras enfermedades infecciosas ocasionadas por los cambios climáticos, debido a la escasez de recursos preventivos y terapéuticos. Las naciones avanzadas también pueden ser víctimas de ataques sorpresivos: en 2002, en su primera aparición en América del Norte, el virus del Nilo occidental mató a siete neoyorquinos. El comercio y los viajes internacionales posibilitan la propagación de estas enfermedades a continentes alejados de sus focos originales.
El clima variable y sus efectos
Desde luego, no todas las consecuencias del recalentamiento global son nocivas para nuestra salud. En las regiones tórridas, las temperaturas altísimas podrían reducir la población de caracoles, agentes transmisores de la esquistosomiasis (una enfermedad parasitaria). Los vendavales causados por el resecamiento de la superficie terrestre quizá dispersen el aire contaminado. En las áreas normalmente gélidas, los inviernos más templados tal vez reduzcan los casos de afecciones respiratorias y ataques cardíacos vinculados con el frío.
No obstante, en general, los efectos indeseables de un clima más variable y extremo eclipsarán, probablemente, cualquier beneficio.
A medida que el mundo se recalienta, las enfermedades transmitidas por el mosquito (paludismo, dengue, fiebre amarilla y varios tipos de encefalitis) suscitan especial inquietud. Se estima su prevalencia creciente porque el clima frío circunscribe la presencia del mosquito a regiones y estaciones con determinadas temperaturas mínimas.
El calor extremo limita igualmente la supervivencia de los mosquitos. Pero dentro de las temperaturas tolerables para ellos, al calentarse el aire, proliferan más rápido, pican más y se acelera el ritmo de reproducción y maduración de sus parásitos patógenos. A una temperatura de 20°C, el parásito inmaduro de la malaria tarda 26 días en desarrollarse por completo; a 25°C, tarda apenas 13 días. Los mosquitos anofeles que transmiten el paludismo viven unas pocas semanas. Por tanto, las temperaturas más cálidas permiten que más parásitos maduren a tiempo para que los mosquitos infecten al hombre.
Con el recalentamiento gradual de áreas enteras, los mosquitos y su séquito de enfermedades entran en territorios que antes les estaban vedados. Al mismo tiempo, en las zonas que ya habitaban, causan más enfermedades por períodos más largos. La malaria ya ha vuelto a la península de Corea y ha habido pequeños brotes en partes de Estados Unidos, Europa meridional y la ex Unión Soviética. Según algunos modelos de proyección, a fines del siglo XXI la zona de transmisión potencial contendrá aproximadamente al 60% de la población mundial; hoy comprende al 45 por ciento.
De manera similar, durante la última década, el dengue o fiebre quebrantahuesos (una grave enfermedad viral, parecida a la gripe, que puede causar hemorragias internas fatales) ha extendido su campo de acción en América; a fines de los años 90, llegó a Buenos Aires. Asimismo, ha logrado penetrar en Australia septentrional. El número actual de enfermos en las zonas tropicales y subtropicales se calcula entre 50 y 100 millones.
Por supuesto, es imposible atribuir estos brotes al recalentamiento global en forma concluyente. Podrían entrar en juego otros factores: un menor control de los mosquitos, la declinación de otros programas de salud pública, o bien, una resistencia creciente a los medicamentos y pesticidas. Sin embargo, la coincidencia de algunos brotes con otras consecuencias previstas del recalentamiento global robustece los argumentos a favor de una causa climática.
Las tierras altas son un ejemplo de ello. En el siglo XIX, en Africa, los colonos europeos se establecieron en regiones montañosas más frescas para evitar las peligrosas miasmas (en italiano, mala aria o "mal aire") de los marjales. Hoy, muchos de esos refugios peligran. Tal como se preveía, el calor ha ido escalando numerosas montañas. Desde 1970, en los trópicos, el límite inferior de las temperaturas bajo 0°C permanentes ha ascendido casi 150 metros. Se denuncian casos de infecciones transmitidas por insectos en las tierras altas de América del Sur, América Central, Asia y el centro y este de Africa.
Los combustibles fósiles
Es probable que el aumento de las sequías y las inundaciones fomente nuevos brotes de enfermedades transmitidas por el agua, entre ellas el cólera, causa de graves diarreas. Paradójicamente, las sequías pueden favorecerlos al agotar la provisión de agua potable segura, concentrar los contaminantes e imposibilitar una buena higiene. La falta de agua potable también coarta la rehidratación segura de quienes padecen diarrea o fiebre.
Al mismo tiempo, las inundaciones arrastran aguas servidas y fertilizantes a las fuentes de agua potable. Esto desencadena la proliferación expansiva de algas dañinas, directamente tóxicas para el hombre o que contaminan los peces y mariscos que éste consume.
¿Cuál será el precio, en salud humana, del recalentamiento global? En gran medida, dependerá de nosotros. La vigilancia efectiva de las condiciones climáticas y la aparición, o reaparición, de enfermedades infecciosas o sus transmisores debería tener prioridad mundial. Lo mismo cabe decir de las medidas y tratamientos preventivos para poblaciones en peligro.
Pero debemos limitar, además, aquellas actividades humanas que contribuyen al recalentamiento atmosférico o exacerban sus efectos. Quedan pocas dudas de que el uso de combustibles fósiles ayuda a recalentar la Tierra con sus emanaciones de anhídrido carbónico y otros gases que absorben calor (los llamados gases de invernadero ). Estos últimos han aumentado un 30 % respecto de sus niveles preindustriales; el análisis de los anillos de los árboles señala como causantes a los combustibles fósiles.
Es preciso adoptar fuentes energéticas más limpias. Paralelamente, debemos preservar y restaurar los bosques y marjales para que absorban el anhídrido carbónico y el exceso de agua resultante de las inundaciones, y filtren los contaminantes antes de que lleguen a las fuentes de agua potable.
Nada de esto saldrá barato. Pero la inacción nos resultará mucho más costosa.
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